Prólogo
Madrid, ballena blanca
En estos tiempos donde la aventura es montar en camellos para ver las pirámides de Egipto, por ejemplo. O fumar un cigarrillo en el andén de una ciudad perdida, mientras descansa un segundo el tren de velocidad inalcanzable, Rodolfo Serrano nos propone una aventura grande, trenzada de ternura, rabia, amistad, sensibilidad, ternura.
Busca la luz, la blancura, el alto amanecer por las torres de Kío. Y lo busca en las pequeñas cosas que, gracias a la inspiración y a la respiración de estos poemas, aparecen casi transparentes, nuevas y luminosas. Rastros de vida, de pasados traídos al ahora, de futuros inciertos, en poemas que se hacen y se deshacen en la mirada, en la imaginación del lector.
Madrid, ballena blanca, tierra seca que parece anegada, mar de pisadas, de voces entremezcladas, de cualquier procedencia. Mar de locura que nos arrastra y nos pide encuentros, brotes de espuma y de navegaciones.
Madrid también Pequod, un barco a la deriva, desde donde otear el pasado, abrir la memoria, la infancia recobrada, el olor de la tiza en la pizarra donde un niño poeta soñara acaso con un mundo distinto. Libres las mentes de los miedos escritos a fuego y sangre, sal en heridas de difícil sutura, en este país partido en dos.
Rodolfo abre las puertas de todos los sentidos. Nos invita a su casa, nos da la llave de su alma. Nos presenta a sus amigos. Gil de Biedma, Neruda, Don Antonio, García Montero, Zitrarrosa, Sthendal, Onetti, Alfonsina, Unamuno... Todos allí tomando los cafés y las copas, y el cigarrillo grato, buscando amaneceres. Hasta que surja el verso que hemos de recordar, la idea que fulge como la luna llena, la que nos ofrece, como sin pretenderlo, la posibilidad de un cambio interior y necesario.
Todos allí, sentados en el suelo, pensando qué escribir para que el mundo no se deshaga, para que la ceniza no oxide los meridianos, la red de los pensamientos, y este planeta azul siga temblando lleno de buscadores, tras la ballena blanca de quienes nos desprecian por guardar los sueños, por buscar manos que vuelvan a coser las banderas troceadas, al aire ilusionado de la mar.
Rodolfo-Ahab otea el horizonte y nos llena de lejanías, de sentimientos de todos, lúcidos y encontrados. Olas contra las rocas. El dolor de cabeza después de una resaca, los mapas del tesoro, el cantautor del metro, la necesidad de creer en los demás, en la verdad de sus miradas, aunque a veces nos parezcan llamadas de socorro.
Rodolfo-Ahab nos despierta de nuestra duermevela. Para decirnos, también, que la juventud no tiene trabajo, hipotecas eternas, cansancio, ésto va mal, amigo, ésto va mal. La herrumbre de las manos, el cielo amarillento, los campos sin trigales, el árbol empedrado.
Un libro luminoso, blanco, enamorado, sincero, escrito por un joven que ya tiene experiencias. Un libro para recordar un verso junto al café con leche de cada desayuno. Para dar luz al día, y saber que el amor salva, que salva la amistad, que salva la aventura. Porque quizás, desde lo alto del zigurat de nuestros rascacielos, podamos ver la mar, la Cruz del Sur, los planos de las islas, la ballena blanca que nos llama a la acción, a los leves caminos solitarios del aire.
Un libro lleno de fe en el hombre, en estos tiempos descreídos. Un libro sabio y en el fondo feliz.
Llamadle pues poeta. Gran poeta de la cercanía, de la esperanza, de la parte acuática del mundo y de la vida. Tras Moby Dick, tras la aventura, frágil y cotidiana que llamamos la vida.
En nombre de tus lectores, amigo Rodolfo Serrano, quiero darte las gracias.
Pablo Guerrero