CINE Y PEDIATRIA 7

24 esforzado por ir agrupando los casos clínicos con características parecidas en categorías o entidades nosológicas bien diferenciadas, olvidando así en parte algo que ya sabía el gran Hipócrates veinticinco siglos atrás: “no hay enfermedades, sino enfermos” . Esta compartimentalización de las dolencias en etiquetas nosológicas tiene grandes ventajas, desde luego: facilita el aprendizaje y favorece la sistematización por complejos sindrómicos, por cuadros clínicos con rasgos etiopatogénicos comunes o que responden a un mismo tratamiento, y ha sido uno de los factores que ha contribuido de forma decisiva a los sensacionales avances experimentados por la medicina científica desde el siglo XVIII hasta la actualidad. Pero tiene también al menos un inconveniente grave. Y es que existe una tendencia innata en el ser humano a calificar de “dolorcillo” el dolor de los demás. Esta incapacidad para padecer con el doliente es grave en cualquier persona, pero lo es mucho más en el caso de los médicos, quienes deben ser capaces de entender el sufrimiento de los pacientes que tienen a su cargo si desean ejercer de forma eficaz la Medicina. Dicho entendimiento profundo puede venir de la propia experiencia. Cierto: quien ha parido un hijo, quien se ha visto torturado por una jaqueca o ha sufrido un vértigo de Menière sabe lo que de verdad se esconde detrás de esos diagnósticos médicos. Ahora bien, por motivos obvios, es de todo punto imposible que un especialista pueda haber padecido en sus propias carnes todas las enfermedades a las que debe enfrentarse en el ejercicio de su profesión. ¿Cómo podría todo neurólogo haber experimentado la hemiplejia repentina del ictus, el lento deterioro de una enfermedad neurodegenerativa o las repercusiones psíquicas y sociales de la epilepsia? ¿Cómo todo pediatra haber sido diagnosticado de osteosarcoma a los trece años para poder concebir la angustia de un adolescente ante la inminencia de la muerte? Sin embargo, no se puede conocer ni tratar el cáncer sin interesarse por la angustia humana ante la muerte, o la soledad del enfermo hospitalizado. Está claro que el médico debe buscar por otros derroteros la comprensión de los aspectos más profundos de la enfermedad, el dolor, el sufrimiento, la locura y la muerte. En esta búsqueda, los grandes libros de texto habrán de resultarle de escasa utilidad. Cierto es que los cuadros sintomáticos, los signos clínicos y los resultados de las pruebas complementarias vienen recogidos con extraordinaria minuciosidad en el Nelson, en el Cruz o en el Farreras-Rozman, pero rara vez ocurre igual con los sentimientos o las sensaciones más íntimas del paciente. Si es esto lo que buscamos, más nos vale volver la vista a quienes mejor han sabido observar,

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