TODAS LAS FORMAS DE DECIR TU NOMBRE
[ 16 ] [ 17 ] También lo conocí de bata blanca; él me abrió las puertas a la locura y también a la tortura que se había practicado en tiempos no tan lejanos en un sanatorio psiquiátrico que no era otra cosa que el, así llamado por el pueblo soberano, Manicomio de Leganés, ciudad en la que entonces yo dor- mía, más que vivía. Este edificio era un territorio también para nuestros sueños y donde seguro que Daniel y yo, cuan- do le visitaba, nos preguntábamos por qué aquellas mujeres y hombres estaban dentro y nosotros fuera, incapaces de delimitar dónde o quién tiene el poder de calificar la locura, quién puede decidir dónde trazamos la raya de la supuesta razón. Allí el que empezaba a ser amigo Daniel Sánchez era nuestro sanitario de las palabras, de las ilustraciones subver- sivas y atrofiadas de colegas más locos aún que los poetas, allí empezamos a hablar de todo y de nada, de lo que nos quedaba por venir y de lo que queríamos atrapar para de- mostrarnos cada día que no estábamos muertos. Años antes a los “locos” allí encerrados les dejaban salir los fines de semana y eran de alguna manera muy populares en la ciudad. Y yo, que no había salido aún del silencio en el que estaba atrapado desde la niñez, me quedé eternamente preguntando lo que significaban aquellas jarras de agua co- lectivas de aluminio multicolor que se veían sobre las mesas de aquel “sanatorio” a través de las enormes rejas tras la que permanecían encerrados los ¿enfermos? Aquellas jarras para mí quedaron para siempre identificadas con la locura, con la alienación, lo que era lo mismo que decir que con la tristeza y la navegación sobre la soledad. Quién sabe, quizá en el fondo comenzamos a querernos sin necesidad de fre- cuentarnos porque pensábamos que éramos dos hombres tristes y nostálgicos, cosa que nunca fue verdad. Sin duda alguna Daniel iba a ser luego durante años nuestro loquero de cabecera, cual confesor agazapado entre cuatro paredes de madera, ojos sordos y oídos ciegos pero manos largas, al que recurríamos para que nos abrazara y nos con- firmara nuestra demencia. Y siempre nos daba el veredicto certero: estábamos locos de remate. Con lo que nos volvía- mos alegres para casa a sabiendas de que seguíamos ajenos al redil, buscando al lobo o a la loba que nos diera unas dentelladas de amor y, si no, al menos de lujuria. Nació luego un tiempo largo de sintonía, de quedar para hablar, o tal vez de quedar para escuchar, algo raro, nos es- cuchábamos mucho, incluso cuajándolo todo con conmo- vedores silencios. Quizá queríamos saber aún más el uno del otro. Yo, he de reconocerlo, buscaba las citas para apren- der, aunque sea amargo reconocer que los cojos tenemos siempre que correr en busca de los sabios. Nos dijimos y escuchamos sentados, empezando ya la tertulia por si acaso se nos acababa el mundo en un repente y no teníamos oca- sión de disfrutar de las palabras pausadas, tiernas, siempre dulces. Pero también andando, a la par o uno detrás del otro, como monjes. Y no sé por qué recuerdo la Gran Vía de Madrid; quizá fue allí, junto a alguna esquina hoy irre-
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