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EL ESTADO DE LA UNIÓN EUROPEA

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llegar a convertir a Europa en una verdadera

potencia, algo que en ciertos círculos políticos y

económicos anglosajones se ve con mucho re-

celo. Nunca antes un Estado miembro había

decidido abandonar la Unión, nunca antes un

presidente de los Estados Unidos la había ataca-

do de forma tan brutal y directa. Nunca antes

había habido tantas voces reclamando una re-

nacionalización de las políticas, abogando por

retroceder, por “menos Europa”.

Y, no obstante, es lo peor que podría pasar-

nos a los europeos. Menos Europa es más nacio-

nalismo, más proteccionismo, más recelo hacia

el vecino, que puede devenir en hostilidad.

François Mitterrand dijo, en 1995, en su último

discurso: “

Le nationalisme, c’est la guerre

”, y

esto sigue siendo cierto hoy. El final del camino

de la deconstrucción europea es la Europa de

1930, y ya sabemos cómo acabó aquello.

Los más tímidos entre los nuevos euroescép-

ticos han puesto de moda una tautología: no

necesitamos más Europa, sino mejor Europa.

Ambas cosas son en realidad lo mismo, porque

un mejor funcionamiento de la UE pasa inexo-

rablemente por el empoderamiento de las insti-

tuciones comunitarias, Parlamento (PE) y

Comisión (CE), en detrimento del método inter-

gubernamental que es el mayor responsable de

la situación en que nos encontramos. En efecto,

el procedimiento intergubernamental conduce

a una confrontación con ganadores y perdedo-

res, en la que cada Gobierno defiende los inte-

reses de su país y no los colectivos, ya que nin-

guno de ellos ha sido votado por los europeos,

sino por sus connacionales. Es percibido como

poco democrático por los ciudadanos europeos,

que ven cómo dirigentes a los que no han vota-

do toman decisiones contrarias a sus intereses.

Es lento e ineficaz, ya que para poner de acuer-

do a 28 o 27 países, las discusiones se eternizan,

y al final hay que reducir las decisiones a un

mínimo muchas veces inane. No es objetivo ni

neutral, porque los países más poderosos o que

aportan más al presupuesto comunitario hacen

valer con frecuencia su posición. Y, finalmente,

está siempre condicionado por elecciones o re-

feréndums en uno u otro Estado miembro, que

en el caso de los más importantes pueden llegar

a paralizar toda la máquina decisoria comunita-

ria durante más de un año.

No hay otro camino para mejorar la eficacia

de la Unión y su equilibrio que dar más poder a

las instituciones comunitarias. No se trata de

que tengan más competencias de detalle, tal

vez la Comisión llegó a entrar en un proceso de

hiperinflación normativa, que ya se está corri-

giendo. Es necesario mantener el principio de

subsidiariedad en todos los niveles del poder

político. Se trata de que el PE, la única institu-

ción elegida por los ciudadanos, y la CE, que

surge de aquel y le rinde cuentas, tengan el po-

der real para aplicar los tratados y decidir las

políticas concretas, mientras el Consejo Europeo

ejerce como una especie de jefe de Estado co-

lectivo que aprueba las grandes orientaciones

políticas, y se ocupa de los asuntos que tengan

relación con la soberanía, como la aceptación

de nuevos miembros, o un carácter puramente

intergubernamental, como la política exterior y

la defensa. Para eso es necesario mejorar el fun-

cionamiento de las instituciones, dotando al PE

de capacidad legislativa plena –que la ejerce con

el Consejo de la UE–, dándole mayor capacidad

de control sobre la CE –incluyendo la posibilidad

de una moción de censura constructiva por ma-

yoría– y creando un formato para los Estados

que tienen la moneda única. En cuanto a la CE,

sería necesario que el presidente, una vez ratifi-

cado por el PE, pudiera elegir libremente sus

comisarios –respetando equilibrios territoriales y

de género– para llevar a cabo unas políticas de

un color determinado, evaluable y revocable por