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EL ESTADO DE LA UNIÓN EUROPEA

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otros, a la canciller, exigiendo regularmente nú-

meros límites para los solicitantes de asilo, prác-

ticas de expulsión más severas, la suspensión

permanente de la reagrupación familiar o con

declaraciones según las cuales el islam no forma

parte de Alemania.

El eco de la derecha también ha dejado hue-

llas en otros partidos. El líder del Partido Liberal,

Christian Lindner, lo ha experimentado desde la

elección al

Bundestag.

Su partido, que en su día

fue uno de los más europeístas de Alemania (re-

cordemos los exministros de Asuntos Exteriores

Hans-Dietrich Genscher y Klaus Kinkel), se ha

visto influenciado por elementos de orientación

liberal nacional. El mayor foco sobre la compe-

tencia pretende negar una mayor solidaridad

con los países vecinos en la gestión de la crisis

económica y limitar la duración de la estancia de

los refugiados. La sobreexigencia generada en

particular sobre las personas de baja capacidad

adquisitiva y bajos ingresos a causa de una ma-

yor inmigración y las necesidades de integración

preocupa a

Die Linke

. Su ala más fundamenta-

lista, bajo la dirigente Sahra Wagenknecht,

quiere limitar la inmigración hacia Alemania.

Además, Wagenknecht ya ha pedido múltiples

veces un desmantelamiento de la zona euro.

¿Creencia en el mercado o proyecto

político?

La oposición entre “más” y “menos” Europa,

como se discute en muchos ámbitos políticos de

los Estados miembros y que se llevó al extremo

en las elecciones presidenciales francesas de

2017, oculta líneas de conflicto que adquieren

mucha más importancia en el debate sobre el fu-

turo de la UE. El argumento “a favor” o “en con-

tra” de la integración europea dice poco sobre el

programa político concreto: los representantes

de los grupos transnacionales europeos pueden

abogar por la profundización de la UE pero, en

la mayoría de los casos, con ello quieren decir

una Europa de liberalismo de mercado. Un par-

tido de derechas como el AfD en Alemania pue-

de rendir homenaje al propio liberalismo de

mercado, pero solo le da la oportunidad de so-

brevivir dentro de los confines del estado nacio-

nal. Cuanto más político y público se vuelve el

conflicto entre los “amigos de Europa” y los

“detractores de Europa”, más imprecisos se

vuelven los argumentos. La crítica al modo do-

minante de integración y la gestión de crisis a

menudo se tilda injustificadamente de antieuro-

peísmo y nacionalismo. En cambio, el apoyo a

los proyectos de la reforma para el desarrollo de

la UE se califica precipitadamente como inten-

tos de establecer un superestado europeo que

exigiría abandonar la soberanía nacional.

Si no se argumenta, tal como está de moda

cada vez más por la presión de la derecha popu-

lista, desde una postura cultural-identitaria o

emocional-nacional, la cuestión del reparto de

competencias entre la UE y los Estados miem-

bros se convierte en una cuestión funcional. Si

existen bienes públicos comunitarios o que se

han creado en Europa, ¿por qué su regulación y

gobernanza no deberían hacerse a escala comu-

nitaria? El principio de subsidiariedad, al que

tanto apelan los autoproclamados protectores

de lo nacional, siempre es bidireccional. Por un

lado, protege en ámbitos regionales y naciona-

les concretos todo lo que puede regularse con

pragmatismo político a nivel del Estado miem-

bro y sus entidades regionales. La nueva circun-

valación le compete a la administración local y

municipal; la organización del sistema de salud

es responsabilidad del parlamento nacional y

del Ministerio de Sanidad en cuestión. No obs-

tante, por otro lado, una subsidiariedad correc-

tamente aplicada implica que todas aquellas