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EL ESTADO DE LA UNIÓN EUROPEA

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desequilibrios del comercio exterior, el indicador

clave de la crisis del euro, también se interpretan

de esta manera. Los países deficitarios, que im-

portan más bienes de los que exportan, tolera-

ron durante años salarios más altos y una infla-

ción más elevada, lo que habría erosionado su

competitividad. Solo podrían financiar su consu-

mo excesivo insostenible y su alto nivel de vida

a través de la deuda externa.

En consecuencia, los defensores de una

unión de estabilidad exigen como solución que

los criterios de Maastricht sean monitoreados y

fortalecidos más estrictamente a través de “fre-

nos de deuda” nacionales, como se estipula en

el Pacto Fiscal, y que existan capacidades de

intervención más grandes y directas para la

unión monetaria a la hora de hacer cumplir las

reformas estructurales nacionales en línea con

el modelo alemán. Por lo tanto, se rechazan to-

dos los mecanismos imaginables para mitigar

estos ajustes, ya sea a través de un aumento en

los costes laborales unitarios en los países sol-

ventes o facilitando transferencias temporales,

ya que implicarían nuevamente un riesgo moral.

Si, a pesar de estas normas más estrictas y de las

medidas de intervención directa, determinados

Estados miembros tienen dificultades, el

Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) per-

mite ahora disponer de instrumentos suficientes

para evitar la quiebra y forzar las reformas y re-

cortes necesarios mediante condiciones a los cré-

ditos. Algunos defensores consideran incluso

necesaria una orden de bancarrota estatal para

devolver credibilidad a la norma de no rescate y

eliminar una fuente clave de riesgo moral.

Una unión fiscal basada en un proyecto político

En el debate sobre la construcción y gestión co-

rrectas de una unión monetaria, los represen-

tantes de la variante de estabilidad se enfrentan

a los partidarios de una unión fiscal. El punto de

partida de esta perspectiva es la convicción key-

nesiana de la necesaria estabilización estatal de

la demanda de los mercados en tiempos de cri-

sis y el rechazo de la hipótesis de que, en esta

situación, unos salarios más bajos derivarían en

una mayor oferta y ello, a su vez, en una mayor

demanda. No obstante, si son necesarios ajustes

en los tipos de interés y de cambio para estabi-

lizar la economía en caso de que fallen los mer-

cados, parece menos atractivo renunciar a estos

instrumentos en una unión monetaria. En el

caso de la incorporación a una unión monetaria

se pierde independencia en materia de política

monetaria y los déficits estatales no se pueden

financiar de manera independiente con la ayuda

de un banco central propio, lo que significa que

las crisis de liquidez de determinados países se

pueden convertir en crisis de solvencia.

Sin embargo, la unión monetaria adquirió

atractivo en la década de los ochenta al sopesar

los costes macroeconómicos de la integración

monetaria con la eliminación de la especulación

en el mercado de divisas en Europa y el fin de la

dominación monetaria del marco alemán den-

tro del sistema monetario europeo. No obstan-

te, el hecho de que los países europeos se en-

contrasen todavía muy lejos de un espacio

monetario óptimo es una clara señal de la nece-

sidad de dotarse de instrumentos fiscales para

poder lidiar con el desafío de perturbaciones

regionales.

Los defensores de una unión fiscal rescata-

ron esta concepción del funcionamiento de la

unión monetaria también como un proyecto de

política económica durante la crisis del euro. La

heterogénea evolución económica desde el ini-

cio del euro ha hecho que el Banco Central

Europeo (BCE) no haya podido llevar a cabo una

política monetaria útil para todos los países