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¡TODOS A COMER!

A nivel general se conocen cinco sentidos: tacto, visión, audición, gusto y olfato.

La información que nos facilitan estos cinco sentidos influye en el apetito de una

persona y en su atracción hacia el alimento a consumir. A través de la presentación

del alimento aumenta o disminuye el interés de la persona por consumirlo. Si la

persona tiene hambre, dará igual la presentación porque el propio cerebro se

encargará de hacerlo apetitoso y de que «sepa» mejor, pero si la persona no tiene

hambre, cómo perciba el alimento hará que decida comerlo o no.

Hay dos sentidos más que también hay que tener en cuenta por la importancia

que adquieren en el día a día y que no son comúnmente conocidos. A nivel de

músculos y articulaciones, existe una red de receptores (sistema propioceptivo)

que se encarga de darnos información sobre la posición de las partes de nuestro

cuerpo en el espacio. Este sentido nos permite, por ejemplo, coger un vaso con

la fuerza adecuada y transportarlo de un lugar a otro, saber si estamos bien

sentados, coger una cuchara o tenedor sin apretar demasiado, coger el alimento

con las manos sin aplastarlo o colocar bien los labios al beber de un vaso o

sellarlos alrededor de un biberón.

Por otro lado, el órgano del equilibrio, que se encuentra en el oído interno (sistema

vestibular), percibe el movimiento y la posición de la cabeza con respecto al resto

del cuerpo y nuestra posición en el espacio. Nos permite mantener el equilibrio,

saber cuándo cambiamos de dirección, si estamos girando, etc. Gracias a este

sentido podemos mantenernos encima de un columpio, lo usamos para dar una

voltereta o mover la cabeza sin marearnos y caernos.

Todos los sentidos están interrelacionados. La información que reciben

debe ser interpretada simultáneamente por el cerebro para que este pueda

dar una respuesta adecuada. Si todo funciona correctamente aparece una

respuesta acorde con las necesidades de la situación («respuesta adaptativa»)

y, por ejemplo, aprenderemos a montar en bici, controlaremos la fuerza con

la que acariciamos a alguien, nos pondremos la ropa sin que nos moleste o

manejaremos los cubiertos y la masticación adecuadamente.

Cuando no hay un buen funcionamiento del procesamiento sensorial, el cerebro

se «sobrecarga» y no puede integrar toda la información que le está llegando por

todos los canales sensoriales. Podríamos asemejarlo a un atasco en hora punta.

Esto se traduce en problemas de aprendizaje y problemas de comportamiento en

las actividades de la vida diaria: por ejemplo, el niño presenta un nivel de activación

aumentado o disminuido, dificultades de atención, dificultades de aprendizaje y

comportamiento, evitación de ciertas texturas o comidas, falta de conciencia del

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