

EL ESTADO DE LA UNIÓN EUROPEA
42
otros, a la canciller, exigiendo regularmente nú-
meros límites para los solicitantes de asilo, prác-
ticas de expulsión más severas, la suspensión
permanente de la reagrupación familiar o con
declaraciones según las cuales el islam no forma
parte de Alemania.
El eco de la derecha también ha dejado hue-
llas en otros partidos. El líder del Partido Liberal,
Christian Lindner, lo ha experimentado desde la
elección al
Bundestag.
Su partido, que en su día
fue uno de los más europeístas de Alemania (re-
cordemos los exministros de Asuntos Exteriores
Hans-Dietrich Genscher y Klaus Kinkel), se ha
visto influenciado por elementos de orientación
liberal nacional. El mayor foco sobre la compe-
tencia pretende negar una mayor solidaridad
con los países vecinos en la gestión de la crisis
económica y limitar la duración de la estancia de
los refugiados. La sobreexigencia generada en
particular sobre las personas de baja capacidad
adquisitiva y bajos ingresos a causa de una ma-
yor inmigración y las necesidades de integración
preocupa a
Die Linke
. Su ala más fundamenta-
lista, bajo la dirigente Sahra Wagenknecht,
quiere limitar la inmigración hacia Alemania.
Además, Wagenknecht ya ha pedido múltiples
veces un desmantelamiento de la zona euro.
¿Creencia en el mercado o proyecto
político?
La oposición entre “más” y “menos” Europa,
como se discute en muchos ámbitos políticos de
los Estados miembros y que se llevó al extremo
en las elecciones presidenciales francesas de
2017, oculta líneas de conflicto que adquieren
mucha más importancia en el debate sobre el fu-
turo de la UE. El argumento “a favor” o “en con-
tra” de la integración europea dice poco sobre el
programa político concreto: los representantes
de los grupos transnacionales europeos pueden
abogar por la profundización de la UE pero, en
la mayoría de los casos, con ello quieren decir
una Europa de liberalismo de mercado. Un par-
tido de derechas como el AfD en Alemania pue-
de rendir homenaje al propio liberalismo de
mercado, pero solo le da la oportunidad de so-
brevivir dentro de los confines del estado nacio-
nal. Cuanto más político y público se vuelve el
conflicto entre los “amigos de Europa” y los
“detractores de Europa”, más imprecisos se
vuelven los argumentos. La crítica al modo do-
minante de integración y la gestión de crisis a
menudo se tilda injustificadamente de antieuro-
peísmo y nacionalismo. En cambio, el apoyo a
los proyectos de la reforma para el desarrollo de
la UE se califica precipitadamente como inten-
tos de establecer un superestado europeo que
exigiría abandonar la soberanía nacional.
Si no se argumenta, tal como está de moda
cada vez más por la presión de la derecha popu-
lista, desde una postura cultural-identitaria o
emocional-nacional, la cuestión del reparto de
competencias entre la UE y los Estados miem-
bros se convierte en una cuestión funcional. Si
existen bienes públicos comunitarios o que se
han creado en Europa, ¿por qué su regulación y
gobernanza no deberían hacerse a escala comu-
nitaria? El principio de subsidiariedad, al que
tanto apelan los autoproclamados protectores
de lo nacional, siempre es bidireccional. Por un
lado, protege en ámbitos regionales y naciona-
les concretos todo lo que puede regularse con
pragmatismo político a nivel del Estado miem-
bro y sus entidades regionales. La nueva circun-
valación le compete a la administración local y
municipal; la organización del sistema de salud
es responsabilidad del parlamento nacional y
del Ministerio de Sanidad en cuestión. No obs-
tante, por otro lado, una subsidiariedad correc-
tamente aplicada implica que todas aquellas