LA GOBERNANZA GLOBAL DEL CLIMA Y LA ENERGÍA: LA CUMBRE DEL CLIMA DE PARÍS
115
En contraste con el fracasado Protocolo de
Kyoto de 1997, que imponía reducción de emi-
siones únicamente a los países desarrollados, la
corresponsabilización de las economías emer-
gentes ha venido a cambiar por completo el
sentido del proceso. Para grandes y pequeños,
resulta crucial el enfoque nuevo
down-top
: aho-
ra son los Estados los que establecen sus objeti-
vos y su calendario de cara a un acuerdo global.
Así pues, el relativo éxito de París no se explica
sin el liderazgo de los dos grandes contaminan-
tes: EE. UU., que representa aproximadamen-
te el 15 % del total de emisiones mundiales, y
China, el 25 % (si bien medido
per c
á
pita
, las
emisiones de EE. UU. superan los 16,4 Tm, el
doble que China y más del doble que la UE). El
mundo tuvo la fortuna de cara: si el acuerdo se
desbloqueó fue gracias a la actitud cooperativa
de China. Ese entendimiento se había fraguado
en Copenhague en 2009; solo seis años des-
pués, durante la vista del presidente chino Xi
Jinping a Washington en septiembre de 2015,
China anunció que aportaría 3100 millones de
dólares para ayudar a los países en desarrollo a
combatir el cambio climático, superando expo-
nencialmente sus aportaciones previstas para el
Fondo Climático Sur-Sur. A partir de aquí, China
podría resituarse en este ámbito de la gobernan-
za y financiar proyectos con bajas emisiones de
carbono desde el G20 o sus nuevas institucio-
nes financieras internacionales –como el Banco
Asiático de Inversión para Infraestructura (BAAI)
(que parte con un capital de 50.000 millones
de dólares) o el Nuevo Banco de Desarrollo (el
Banco de los emergentes [BRICS]), y utilizar su
músculo financiero para promover las metas del
Acuerdo de París por múltiples vías, como la
emisión de bonos verdes.
A modo de balance de lo anterior, podría
concluirse que, desde una postura maximalis-
ta, los intentos de Obama en clima y energías
limpias pueden haberse quedado cortos. Sin
embargo, es justo reconocer que, contra todo
pronóstico, logró imponer las regulaciones más
ambiciosas en esta materia de la historia de EE.
UU., con efectos dentro y fuera del país. Por
fortuna, el Congreso no tuvo un rol formal en
la revisión del acuerdo de París, si exceptuamos
algunas comparecencias en el Senado previas
a la conferencia, donde algunos republicanos
expresaron su oposición a absolutamente todo.
Dado que los objetivos de reducción de emi-
siones no tienen una fuerza jurídica obligatoria
sino política, el acuerdo queda relativamente a
salvo de graves interferencias si se mantiene la
voluntad de profundizar en esa dirección. En la
campaña electoral de 2016 la agenda verde se
había convertido en un asunto central entre los
demócratas, y, lo que es más importante, para
una mayoría de la sociedad, con los republica-
nos desprovistos de un discurso, en su tónica de
bajo perfil habitual en las últimas dos legislatu-
ras. Los avances hasta la fecha hacen difícilmen-
te reversible el cambio de orientación del mo-
delo. De un lado, un paso atrás tendría un alto
coste para la economía norteamericana. De otro
lado, la agenda de las energías limpias y la lucha
contra el calentamiento global ofrece a EE. UU.
oportunidades de liderazgo en otras áreas de
manera transversal: como hemos visto, en los
estándares medioambientales en el comercio,
o en la financiación de tecnologías verdes en
países en desarrollo, de manera concertada con
China o con la UE, por la vía del Banco Mundial
(BM), el Banco Europeo de Inversiones (BEI),
el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), o
el BAII asiático. La pelota está en el tejado del
próximo ejecutivo y del Congreso número 115
de la Unión.