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EL ESTADO DE LA UNIÓN EUROPEA

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calificar selectivamente como terroristas a quie-

nes son sus enemigos. Prefieren olvidar que el

terrorismo es tan solo una modalidad de acción

violenta, a la que recurren actores muy distintos

como uno más de sus instrumentos de violencia

para lograr sus objetivos últimos. En otras pala-

bras, con la denominación de terrorista no siem-

pre se está definiendo a un actor concreto, cuya

eliminación se pueda planear y ejecutar, sino a

una forma de actuar, por definición inasible y,

aunque nos abrume reconocerlo abiertamente,

imposible de erradicar a medio plazo.

En paralelo a este torticero empleo del térmi-

no, y ya desde la aparición del modelo del “cho-

que de civilizaciones” impulsado por Samuel P.

Huntington en 1993, se ha ido difundiendo

también un poderoso discurso que identifica al

Islam como el nuevo enemigo a batir. Con la

pretensión de reforzar los aspectos más negati-

vos de lo que ya entonces se denominó “la

amenaza verde” (por ser este el color del Islam),

los promotores de la idea no tuvieron tampoco

reparo alguno en manipular los conceptos. Así,

se ha ido apuntalando una interesada visión que

agrupa en un mismo saco al islamismo –seña de

identidad de todo creyente musulmán–, al isla-

mismo político, radical o reformista –que añade

un componente político para definir a los gru-

pos, como los Hermanos Musulmanes, que pre-

tenden conquistar el poder imponiendo la ley

islámica en todos los ámbitos de la vida nacio-

nal– y al terrorismo yihadista –que designa a los

individuos o grupos, como Al Qaeda, que optan

por la violencia terrorista para lograr sus objeti-

vos, tratando de justificar sus actos en una vi-

sión forzada de la Yihad–. Y con demasiada

frecuencia nos encontramos asimismo con que,

despreciando esa diversa realidad y errando

nuevamente, se ha ido imponiendo el uso del

término “terrorismo islámico”, tan impropio

como el que suponía emplear el de “terrorismo

vasco” cuando había que referirse a ETA. Ni, ob-

viamente, los vascos son terroristas, ni tampoco

lo son la inmensa mayoría de los alrededor de

1600 millones de creyentes musulmanes que

hay en el planeta.

Nada de eso significa que el terrorismo yiha-

dista sea una amenaza imaginaria o menospre-

ciable. Por desgracia es bien real y, como nos

recuerda el Global Terrorism Index 2014 (elabo-

rado por el Institute for Economics and Peace),

en el año 2013 se produjeron en todo el mundo

unos 10.000 atentados terroristas que causaron

la muerte de 17.958 personas (contando con

que en la mitad de ellos no hubo ninguna vícti-

ma mortal). Interesa resaltar, para ponderar

adecuadamente su importancia, que más del

80 % de esos actos terroristas se registraron en

tan solo cinco países (Irak, Afganistán, Pakistán,

Nigeria y Siria); lo que refuerza la idea de que el

yihadismo violento tiene a ciudadanos de iden-

tidad musulmana como sus principales víctimas.

De hecho, si se toman en consideración los da-

tos del periodo 2000-2013, en el que se han

registrado unos 107.000 actos terroristas, tan

solo el 5 % de todos ellos se ha producido en

un país de la OCDE. Por último, entre los 13

países que el documento cita como aquellos en

los que cabe prever un incremento de la violen-

cia terrorista a corto plazo, tan solo Israel y Mé-

xico aparecen entre los que cabe identificar

como occidentales.

Es, por tanto, una amenaza global (del total

de los 162 países contemplados en el análisis

citado, son 60 los que han contabilizado al me-

nos una muerte por un ataque terrorista en el

pasado año), realizado preferentemente por

grupos yihadistas (Daesh, Boko Haram, los dife-

rentes grupos identificados como talibán y Al

Qaeda y sus franquicias asociadas son los respon-

sables del 66 % del total), que castiga funda-

mentalmente a los musulmanes y que produce